No hace ni diez años cuando Robert Parker encumbraba a Rúa 2010, un blanco de un euro y medio procedente de una cooperativa de Valdeorras. El hasta entonces vino de mesa, empleado a menudo para cocinar, se convertía en objeto de deseo de curiosos y exquisitos de todo el mundo agotando sus existencias y llegando en Estados Unidos a multiplicar su precio por diez. Tras la feliz reseña, la cooperativa vio aumentar su demanda en más de un 800%.
Todo un clásico del poder omnímodo del prescriptor más afamado del mundo. Una historia que, además, nos ofrece una interesante lectura de cómo funcionan realmente los mecanismos de compra del consumidor. Un caso en el que también vemos los problemas inherentes al sector y sus claves de éxito: principalmente la dificultad de darse a conocer entre la infinidad de referencias disponibles y contar con una percepción de valor por parte del consumidor.
Fijémonos en que no hemos mencionado la calidad hasta el momento. El fenómeno Parker / Rúa 2010 es la conjunción perfecta de factores de notoriedad, capacidad de prescripción (credibilidad) y valor percibido. El crítico americano, acostumbrado a describir como «chollo» vinos a partir de veinte dólares, no dudó en alabar el hábil ensamblaje de la humilde palomino y doña blanca, con la más refinada godello. Un caldo que le traía a la memoria las esencias del borgoñés Chablis Village, casi veinte veces más caro.
Qué nos dice todo esto: para empezar, que el poder del americano tiene como fuente la ignorancia en materia enológica de la gran mayoría del común de los mortales. Seamos claros, no somos expertos en vino, ni falta que hace. Es evidente que el conocimiento amplifica el disfrute hasta un cierto punto (demasiado conocimiento lo eclipsa), pero no es menos cierto que no podemos cursar un master como condición previa para poder disfrutar de cualquier actividad placentera. Algo similar sucede en determinados círculos de la llamada «música culta». Pareciera que la condición indispensable para ser digno oyente de las Variaciones Goldberg o El Arte de la fuga de J. S. Bach debería ser conocer la estructura armónica del contrapunto, la fuga y haber completado los estudios superiores de piano. Este elitismo forzado lo único que hace es intimidar y alejar a posibles aficionados, cuando precisamente en sectores como la música clásica, el jazz o el vino, lo que se necesita es justo lo contrario: atraer, renovar generaciones, universalizar, desmitificar, reivindicar el placer directo de escuchar música bella o disfrutar de un vino en compañía.
Y lo peor es que dentro mismo del mundo de las bodegas o la música, la crítica es despiadada hacia los demás: que si estos vinos están sobrevalorados, que si esta soprano tiene un vibrato demasiado impostado, que si tal pianista ha claudicado ante los cantos de sirena de la comercialidad. Y es que en el fondo detrás de semejantes apreciaciones hay una actitud arrogante y excluyente sustentada en la creencia discutible de que todo lo que es popular es vulgar o, al menos, no suficientemente elevado y exquisito. No olvidemos que los Mozart, Monteverdi o Scarlatti eran los Michael Jackson, Prince o Marvin Gaye de la época.
La segunda lección que nos brinda la historia del vino-cenicienta tocado por los dioses del Olimpo Parker tiene que ver con su precio. La clave de Rúa consistía en que siendo su precio poco más de un euro, fue reconocido como un vino con el que era posible el disfrute incluso de un entendido ilustre. Y este es el factor decisivo que decanta al conversión en ventas de lo que es mera consideración de compra.
Calidad absoluta, calidad percibida, precio y valor percibidos
¿Quiere decir todo lo anterior que la calidad no tiene ninguna importancia? En absoluto, la calidad es esencial, pero no en el sentido en que los productores piensan habitualmente. La calidad que verdaderamente importa es la «calidad percibida»: tu calidad es la que el mercado te otorga o te reconoce y no depende de ninguna métrica absoluta ni siquiera mínimamente objetiva. Admitido esto, los factores que contribuyen a «crear» esa imagen de calidad van mucho más allá de las cualidades organolépticas del producto. Aquí podríamos extendernos al punto de elaborar una tesina, pero baste mencionar las siete características que menciona Aaker como rasero de evaluación de la calidad por parte del consumidor.
1. Rendimiento
2. Características
3. Conformidad con las especificaciones.
4. Fiabilidad
5. Durabilidad
6. Facilidad de servicio
7. Ajuste y acabado
De un simple vistazo se hace evidente que el vino es una categoría de producto que apenas encaja en dichos criterios de evaluación. Por otro lado, la mejora de la calidad absoluta (el Santo Grial del mundo industrial del Japón de las décadas de los cincuenta y sesenta con el Total Quality Management y su posteriores secuelas europeas y americanas) tiene un grave inconveniente práctico y no es otro que la llamada Ley de rendimientos decrecientes. Muy brevemente, dicha ley se refiere a que llegado a un punto determinado en el que tenemos un nivel de calidad alto, una pequeña mejora implica una inversión en recursos ingente; como el pianista que alcanza su madurez practicando cinco horas diarias y para mejorar un poco más no basta con invertir una hora más al día; tendría que invertir otras tres o cuatro para un incremento no tan perceptible. El caso inverso es también cierto: el genial Glenn Gould en sus últimos años era capaz de mantener su nivel de virtuosismo pianístico con poco más de una hora diaria de estudio, bien es cierto que dicho nivel había sido alcanzado con una dedicación obsesiva e ingente en su juventud.
Deja de perder tiempo y dinero en cosas que aportan poco
En el caso de cualquier fabricante o elaborador, aspirar a la calidad total es un bello ideal, pero no deja de ser eso: una quimera poco práctica, un sueño romántico. Es más realista centrarse en elaborar un vino con verdadera personalidad y concentrarse en poner de relieve las virtudes en lugar de paliar los defectos (siempre es más efectivo enfocarse en las fortalezas que mitigar las debilidades) e invertir aquello que iría destinado a una mejora imperceptible, en otros recursos como un marketing efectivo, una presentación notoria, un packaging seductor y diferente que aporte valor percibido. No olvidemos que estamos en el mundo de las sensaciones. La magia del vino funciona cuando el discurso es el del corazón, no el de la razón, del mismo modo que no hacemos una encuesta o un test de personalidad para enamorarnos, simplemente caemos rendidos ante la persona quizás más inesperada.